martes, 15 de enero de 2008

VIAJE A VALENCIA. DÍA PRIMERO (II)

Con el equipaje a cuestas nos fuimos a dar una pequeña vuelta ya tomar algo a un bar, esperando que el tiempo transcurriera rápido. El buen tiempo que propiciaba el reluciente sol, congregaba los turistas en las plazas, disfrutando de una sobremesa apacible después de haber yantado. También nosotros hicimos una estación en una plaza, mientras comíamos unas chucherías.

Llegó la hora de retornar a Atocha. Había un gran jaleo, mayor que por la mañana. La megafonía anunció una anulación de un trayecto. Escuchamos atentos, rogando que no fuera el nuestro. Con la suerte que teníamos aquel día, no hubiera sido de extrañar. Por una vez, la fortuna no fue adversa y era otro el trayecto el anulado. Ascendimos al piso superior para poder acceder a nuestra vía. Y de estos sin sentidos que existen, después de pasar los controles oportunos, tuvimos que descender lo ascendido hasta la vía de donde partía nuestro transporte. Al acercarnos pudimos percatarnos que dicho tren tendría que ser jubilado en poco tiempo, s no lo tenía que estar ya. Incomprensiblemente, no había lugar donde guardar la maleta. En mi caso la introduje en el hueco entre los asientos y la utilicé como reposapiés

El cansancio hizo que cayera en duermevela. A ratos volvía a la realidad, sin que el reloj avanzara. El camino se hacía eterno y precisamente el medio de transporte no era de lo más cómodo, continuamente se agitaba como si circulara por un empedrado. Y no podías distraerte con el paisaje, pues la oscuridad ya había invadido todo. Sólo rompía la monotonía el trasiego de gente que acudía al servicio a aliviar sus necesidades, no sólo corporales, sino también de la necesidad del tabaco. Curioso ver fue cómo tres chicas penetraron en el minúsculo recinto, como si intentaran batir algún récord absurdo. Desde luego que ninguna de las tres padecía claustrofobia.

Como una bendición, al fin llegamos al destino, la estación de Valencia, con casi media hora de retraso. Por suerte no teníamos que coger ningún otro medio de transporte más, si no, lo hubiéramos perdido.

Bastante cansados del viaje, sólo teníamos ganas de llegar al albergue y allí disfrutar de las viandas que aún nos quedaban en la mochila que no habíamos consumido en el trayecto. Como no teníamos mapa, lo primero fue ir a consultar alguno ya que a más de las diez y media de la noche no habría ningún punto de información turística abierto que nos pudiera facilitar uno. En la estación no encontramos ninguno, así que salimos al exterior y buscamos un panel de información. Nos sorprendió la tranquilidad que se respiraba en la ciudad a esas horas, apenas personas y apenas coches. En uno de los paneles de parada de autobús encontramos uno. Empezamos a buscar nuestra calle, pero allí no aparecía reflejada. Hallamos otro mapa más detallado en otro panel, pero tampoco. Comenzamos a dudar si nos habrían dicho bien la calle o quizás nosotros no habíamos entendido bien la dirección. A los primeros transeúntes, una pareja de edad madura, les preguntamos:

- Disculpe, ¿sabe dónde se encuentra la calle Valmes?

- No lo sé. Me suena que está en Barcelona.

Tras este momento surrealista, fuimos preguntando a cuanto transeúnte se cruzaba por nuestro camino. Siempre obteníamos la misma respuesta, e incluso alguno más apostilló “me suena que está en Barcelona”. A momentos parecía que habíamos sido víctimas de alguna broma pesada. No quedando más remedio, nos dirigimos al Ayuntamiento, punto de referencia que nos habían dado. Buscamos entre las bocacalles, pero por allí no había ninguna que se llamara así. En nuestro deambular nos volvimos a cruzar con una pareja, más joven que la primera. Volvimos a repetir la pregunta. En un primer momento nos dieron una negativa, pero a la memoria de la mujer acudió el recuerdo de que en esa calle había un albergue juvenil de boy scout. Habíamos encontrado una tabla de salvación. Ahora dirigimos nuestros pasos hacia el nuevo punto de referencia: el Mercado Central. Cada vez el silencio era más profundo en la ciudad y cada vez la sensación de soledad era mayor.

Llegamos al punto de referencia sin problemas. Callejeamos un rato, sin encontrar de nuevo la recompensa buscada. Ahora para colmo, no teníamos a nadie que preguntar a no ser que asaltáramos a algún vehículo solitario que apareciera. Los nervios crecían cuando pensábamos que habíamos notificado nuestra llegada a una hora ya pasada. La esperanza renació con nuevos bríos cuando divisamos una ambulancia aparcada y con el conductor en su interior. Le asaltamos con nuestra pregunta. Desconocía cuál era la calle, pero de la gantera sacó una guía en la que buscó la tan traída calle. No estaba muy lejos de allí.

Penetramos en una calle que nos tenía que llevar al objetivo. Nos hallamos con un conglomerado de calles estrechas sin carteles visibles de los nombres. No había un alma en esa zona. Hay que reconocer que aquel lugar, por la noche, imponía un gran respeto; era el típico lugar donde transcurrían las películas de terror. Mi compañero vio una mujer anciana con un carro de compra y se acercó a ella. Su respuesta fue negativa, acompañada de un tono cortante y algo chungo. Tomamos otra cale. En un portal, sentada, había una chica. Nos fuimos a acercar, mas al ver cómo sacaba una bandeja envuelta en papel de aluminio y hacía unas operaciones extrañas sobre él, decidimos no hacerlo. Continuamos avanzando y divisamos el final de la calle, por donde apareció un hombre de raza negra que caminaba como un zombi y que denotaba síntomas de encontrarse bajo los efectos de alguna droga. De pronto se escuchaban más voces y sombras que se tambaleaban. Cambiamos de dirección, preguntándonos dónde nos habíamos metido. El silencio se rompió definitivamente con gritos y vociferaciones en lenguas desconocidas para nosotros. La cosa pintaba mal y más, cargados con las maletas que entorpecían una rápida retirada si todo se ponía peor. Y cuando parecía que no iba a haber manera de encontrar la calle, al hallamos y también el albergue, cuya puerta daba a una plazoleta que poco a poco iba siendo tomada por zombis que aparecían por las callejuelas aledañas. Sin dilación, llamamos a la puerta y entramos apresuradamente.

Tras pasar por recepción y hacer todos los papeleos, a fin llegamos a la habitación. Por suerte no teníamos compañeros y era toda para nosotros. El cansancio se hizo más patente al relajarnos. Desde las ventanas veíamos pulular a los zombis y e un momento dado un conato de pelea al lanzarse algunos escombros desde un contenedor. El albergue era acogedor y agradable, pero los vecinos eran un poco molestos.

Y después de tomar las viandas reservadas, nos rendimos al sueño.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

JaJaJa la carrer de Balmes... la de veces que me he puesto ahí, en la esquina de la plaça Bocha JaJaJa Para otra vez vienes a mi casa y santas pacuas!
feliç any nou!

Anónimo dijo...

gracias por el relato, ¿escribes otras cosas aparte de esto?

Diego Vicente Sobradillo dijo...

Gracias a ti por el comentario.
Perdón por el retraso en contestar, pero he tenido algunos problemillas de acceso a internet y tiempo.

Con respecto a tu pregunta, sí escribo otras cosas aparte y que no publico en los blogs, lo mismo que otro tipo de escritos como son los "científicos".

Me gustaría escribir más a menudo, pero el tiempo vuela que es una locura.

Un saludo y espero seguir contando con tu visita.