domingo, 10 de febrero de 2008

VIAJE A VALENCIA. DÍA SEGUNDO

A pesar del cansancio, a lo largo de la noche me desperté sobresaltado unas cuantas veces, aún no había desconectado del viaje y tenía la impresión de que me iba a pasar mi destino.

Cuando al fin llegó el día, no había descansado todo lo que me hubiera gustado. Sin desayunar, por no tener tiempo, salimos del albergue en dirección a la zona de las facultades (cerca del estadio de Mestalla). Cuando franqueamos la puerta, pudimos comprobar que la luz del día cambiaba el mundo nocturno y los zombis se refugiaron de la luz solar como orcos, cual vampiros. Gracias al mapa regalado por el albergue, descubrimos una calle que daba a una general y que evitaba las zonas conflictivas por las que habíamos pasado la noche anterior. Llegamos a una boca de metro y nos dispusimos a tomar el que nos llevara a nuestro destino. Nos resultó curioso que por la misma vía pudieran llegar dos líneas distintas. Menos mal que nos dimos cuenta, pues podríamos haber ido a otra parte de la ciudad. De pronto, el andén se llenó de una multitud; se notaba que era la hora punta. Tocaba ir como sardinas en lata.

El congreso se celebraba en tres facultades distintas, por ello tuvimos que buscar dónde se encontraba la entrega de documentación. Allí nos topamos con conocidos que hacía tiempo que no veíamos. Recogimos la cartera que contenía dicha documentación y marchamos a la búsqueda del salón donde mi compañero tenía que romper el fuego con su comunicación: a él le tocaba ser el primero del día –junto a otros en los distintos salones- Después de unos momentos de confusión, logramos llegar al lugar indicado. Y con un pequeño retraso, dio comienzo la sesión. Lo curioso de dicha sesión fue el presidente de mesa, todo un espectáculo y no menos sorprendentes sus preguntas a los comunicantes en el turno de cuestiones. Hay mucha gente rara suelta por el mundo.

En uno de los descansos acudimos a la cafetería de la facultad donde nos encontrábamos para poder acallar nuestros pobres estómagos, que protestaban por el ayuno forzoso mantenido.

En la siguiente sesión nos hallamos con dos chavales de Cáceres con los que hicimos piña. Les habíamos conocido en un congreso anterior gracias a una amiga común.

No fue la única incorporación al grupo. Mientras tomábamos un refrigerio antes de ir a comer, se nos unió un chico procedente de Alicante que había acudido solo al congreso y que mi amigo, Enrique, y yo habíamos conocido en la sala donde mi compañero había presentado su comunicación. Allí departimos, nos echamos unas risas y entre tras posibilidades, elegimos una para ir a comer.

Hacía calor en la cafetería correspondiente a la Facultad de Historia. De entre los platos del menú, los cuatro foráneos pedimos paella. No era de recibo ir a Valencia y no probar la paella. Por desgracia, aquella paella no estaba en su punto y alguien no versado en las excelencias culinarias valencianas, podría generalizar e ir pregonando a los cuatro vientos que en Valencia se preparan malas paellas.

El segundo plato mío, tampoco es que fuera una excelencia. Era curioso que la comida fuera inodora y casi insípida. Lo único bueno del menú fue el postre.

La sobremesa se pasó pronto. Acudimos a la siguiente ronda de conferencias. Finalizadas, teníamos que trasladarnos hasta la Universidad donde se iba a celebrar el acto de apertura. Incongruente era este hecho cuando el congreso había finalizado ya su primera jornada.

Nos juntamos un grupo y partimos a la búsqueda del lugar, guiándonos por un mapa, que precisamente no suelen ser muy fieles. A pesar de los impedimentos, llegamos al lugar del acto puntuales. Accedimos a un patio porticado. En él una serie de camareros preparaban unas mesas. Presuponíamos que nos iban a agasajar con un vino español como es habitual en dichas inauguraciones, cosa que era de agradecer. Penetramos en la sala correspondiente, muy bonita, con obras de arte interesantes –además de retratos-. El protocolo de intervenciones se cumplió, cantando por último el coro universitario el famoso Gaudeamus igitur.

Con ganas de saciar el apetito, salimos de nuevo al patio, mas no pudimos cumplir dicho propósito. Sobre la mesa había simplemente dos posibilidades: copa con zumo de naranja –muy propio de la tierra valenciana- o una copa de cava. Al menos pudimos saciar algo la sed, pero protestando nuestros estómagos, una vez más, por no ofrecerles algo sólido, nuestros dos amigos extremeños y los dos vallisoletanos nos fuimos de allí. Tras un momento de debate, decidimos cenar a base de tapas. Y donde más nos gustó, nos sentamos en una terraza y solicitamos diferentes tapas, dejándonos aconsejar por el camarero. No muy lejos de allí había una familia de extranjeros, con pinta de estadounidenses, que devoraban la comida de una forma brutal, sin compostura, en los límites de la mala educación. Su avidez denotaba que su paladar no estaba acostumbrado a una buena cocina.

Como uno de nuestros compañeros se iba al día siguiente después de exponer su comunicación –nos tocaba dentro del mismo bloque-, lo acompañamos a coger un billete de tren. Ya en la estación descubrimos que no quedaban números y había que esperar la benevolencia de los taquilleros, algo que era muy dudoso por las caras que ponían cuando llegaba un nuevo cliente. Probó suerte en una máquina dispensadora; no funcionaba. En la otra tuvo más suerte y consiguió el preciado billete, no sin antes pelearse con el sistema informático. Una señora que quiso sacar también su billete no tuvo tanta fortuna; la máquina se había declarado en huelga, ya había trabajado suficiente por aquel día.

Paseamos por la ciudad un rato y después nos despedimos. Nuestros alojamientos se encontraban en puntos opuestos. En el camino de regreso a nuestro albergue pudimos percatarnos de que la ciudad se sumía en el silencio y tanto gente como vehículos desparecían.

No queriendo repetir la experiencia del primer día, tomamos el camino matutino. El silencio imponía respeto, pero más lo desconocido que en cualquier momento podía surgir. En la plazoleta los zombis daban vueltas sin sentido, algunas veces en círculo. Entramos en el albergue dando las buenas noches a la recepcionista. Confiados en que no había nadie más en la habitación al no habernos avisado.

Entramos despreocupados y al mismo tiempo que me tropezaba con algo, mi compañero encendía la luz. Unos gruñidos salieron de las literas. En las camas superiores teníamos dos valkirias germanas roncantes, que habían llenado todo el suelo de objetos, difíciles de eludir en la penumbra al haber apagado la luz para no molestar.

Para charlar un rato, picar unas chucherías y repasar yo mi comunicación, nos bajamos a un salón que estaba completamente vacío.

Antes de volver a la habitación, pasé por el servicio. Había un gran alboroto en aquella planta por parte de un grupo de españoles. Al ir a acceder al lavabo de chicos, me topé con tres chicas, que en seguida se apresuraron a decir que no me había equivocado y que ellas eran las invasoras.

-Yo en realidad tengo pene –saltó la que parecía la graciosa del grupo.

A lo que contesté:

-Me parece muy bien.

-Más quisieras tú –le contestó un compañero.

Después de este momento surrealista, retorné a la habitación, nuestras compañeras seguían roncando. Al día siguiente descubriríamos una botella de ginebra en la papelera. Era aquel otro momento peliculero en que las doncellas se encontrarían ávidas de sexo e intentarían violar a sus dos pobres compañeros. Ficción. La realidad eran dos voluminosas valkirias que dormían a pierna suelta. Y roncaban.

Para más colmo, una tabla del somier de la cama de encima de mí estaba rota y había una posibilidad que sobre mí cayera la muchacha germana. ¡Que llegara pronto el día!

martes, 15 de enero de 2008

VIAJE A VALENCIA. DÍA PRIMERO (II)

Con el equipaje a cuestas nos fuimos a dar una pequeña vuelta ya tomar algo a un bar, esperando que el tiempo transcurriera rápido. El buen tiempo que propiciaba el reluciente sol, congregaba los turistas en las plazas, disfrutando de una sobremesa apacible después de haber yantado. También nosotros hicimos una estación en una plaza, mientras comíamos unas chucherías.

Llegó la hora de retornar a Atocha. Había un gran jaleo, mayor que por la mañana. La megafonía anunció una anulación de un trayecto. Escuchamos atentos, rogando que no fuera el nuestro. Con la suerte que teníamos aquel día, no hubiera sido de extrañar. Por una vez, la fortuna no fue adversa y era otro el trayecto el anulado. Ascendimos al piso superior para poder acceder a nuestra vía. Y de estos sin sentidos que existen, después de pasar los controles oportunos, tuvimos que descender lo ascendido hasta la vía de donde partía nuestro transporte. Al acercarnos pudimos percatarnos que dicho tren tendría que ser jubilado en poco tiempo, s no lo tenía que estar ya. Incomprensiblemente, no había lugar donde guardar la maleta. En mi caso la introduje en el hueco entre los asientos y la utilicé como reposapiés

El cansancio hizo que cayera en duermevela. A ratos volvía a la realidad, sin que el reloj avanzara. El camino se hacía eterno y precisamente el medio de transporte no era de lo más cómodo, continuamente se agitaba como si circulara por un empedrado. Y no podías distraerte con el paisaje, pues la oscuridad ya había invadido todo. Sólo rompía la monotonía el trasiego de gente que acudía al servicio a aliviar sus necesidades, no sólo corporales, sino también de la necesidad del tabaco. Curioso ver fue cómo tres chicas penetraron en el minúsculo recinto, como si intentaran batir algún récord absurdo. Desde luego que ninguna de las tres padecía claustrofobia.

Como una bendición, al fin llegamos al destino, la estación de Valencia, con casi media hora de retraso. Por suerte no teníamos que coger ningún otro medio de transporte más, si no, lo hubiéramos perdido.

Bastante cansados del viaje, sólo teníamos ganas de llegar al albergue y allí disfrutar de las viandas que aún nos quedaban en la mochila que no habíamos consumido en el trayecto. Como no teníamos mapa, lo primero fue ir a consultar alguno ya que a más de las diez y media de la noche no habría ningún punto de información turística abierto que nos pudiera facilitar uno. En la estación no encontramos ninguno, así que salimos al exterior y buscamos un panel de información. Nos sorprendió la tranquilidad que se respiraba en la ciudad a esas horas, apenas personas y apenas coches. En uno de los paneles de parada de autobús encontramos uno. Empezamos a buscar nuestra calle, pero allí no aparecía reflejada. Hallamos otro mapa más detallado en otro panel, pero tampoco. Comenzamos a dudar si nos habrían dicho bien la calle o quizás nosotros no habíamos entendido bien la dirección. A los primeros transeúntes, una pareja de edad madura, les preguntamos:

- Disculpe, ¿sabe dónde se encuentra la calle Valmes?

- No lo sé. Me suena que está en Barcelona.

Tras este momento surrealista, fuimos preguntando a cuanto transeúnte se cruzaba por nuestro camino. Siempre obteníamos la misma respuesta, e incluso alguno más apostilló “me suena que está en Barcelona”. A momentos parecía que habíamos sido víctimas de alguna broma pesada. No quedando más remedio, nos dirigimos al Ayuntamiento, punto de referencia que nos habían dado. Buscamos entre las bocacalles, pero por allí no había ninguna que se llamara así. En nuestro deambular nos volvimos a cruzar con una pareja, más joven que la primera. Volvimos a repetir la pregunta. En un primer momento nos dieron una negativa, pero a la memoria de la mujer acudió el recuerdo de que en esa calle había un albergue juvenil de boy scout. Habíamos encontrado una tabla de salvación. Ahora dirigimos nuestros pasos hacia el nuevo punto de referencia: el Mercado Central. Cada vez el silencio era más profundo en la ciudad y cada vez la sensación de soledad era mayor.

Llegamos al punto de referencia sin problemas. Callejeamos un rato, sin encontrar de nuevo la recompensa buscada. Ahora para colmo, no teníamos a nadie que preguntar a no ser que asaltáramos a algún vehículo solitario que apareciera. Los nervios crecían cuando pensábamos que habíamos notificado nuestra llegada a una hora ya pasada. La esperanza renació con nuevos bríos cuando divisamos una ambulancia aparcada y con el conductor en su interior. Le asaltamos con nuestra pregunta. Desconocía cuál era la calle, pero de la gantera sacó una guía en la que buscó la tan traída calle. No estaba muy lejos de allí.

Penetramos en una calle que nos tenía que llevar al objetivo. Nos hallamos con un conglomerado de calles estrechas sin carteles visibles de los nombres. No había un alma en esa zona. Hay que reconocer que aquel lugar, por la noche, imponía un gran respeto; era el típico lugar donde transcurrían las películas de terror. Mi compañero vio una mujer anciana con un carro de compra y se acercó a ella. Su respuesta fue negativa, acompañada de un tono cortante y algo chungo. Tomamos otra cale. En un portal, sentada, había una chica. Nos fuimos a acercar, mas al ver cómo sacaba una bandeja envuelta en papel de aluminio y hacía unas operaciones extrañas sobre él, decidimos no hacerlo. Continuamos avanzando y divisamos el final de la calle, por donde apareció un hombre de raza negra que caminaba como un zombi y que denotaba síntomas de encontrarse bajo los efectos de alguna droga. De pronto se escuchaban más voces y sombras que se tambaleaban. Cambiamos de dirección, preguntándonos dónde nos habíamos metido. El silencio se rompió definitivamente con gritos y vociferaciones en lenguas desconocidas para nosotros. La cosa pintaba mal y más, cargados con las maletas que entorpecían una rápida retirada si todo se ponía peor. Y cuando parecía que no iba a haber manera de encontrar la calle, al hallamos y también el albergue, cuya puerta daba a una plazoleta que poco a poco iba siendo tomada por zombis que aparecían por las callejuelas aledañas. Sin dilación, llamamos a la puerta y entramos apresuradamente.

Tras pasar por recepción y hacer todos los papeleos, a fin llegamos a la habitación. Por suerte no teníamos compañeros y era toda para nosotros. El cansancio se hizo más patente al relajarnos. Desde las ventanas veíamos pulular a los zombis y e un momento dado un conato de pelea al lanzarse algunos escombros desde un contenedor. El albergue era acogedor y agradable, pero los vecinos eran un poco molestos.

Y después de tomar las viandas reservadas, nos rendimos al sueño.

jueves, 20 de diciembre de 2007

VIAJE A VALENCIA. DÍA PRIMERO (I)

Tras una noche de cena y posterior tertulia, llegué a mi casa con el tiempo justo de preparar los últimos detalles del equipaje y marchar en busca de mi compañero de viaje.

El camino fue tranquilo, apenas había gente, salvo unos cuantos que se disponían a emprender su quehacer diario y otros que volvían a sus casas después de una noche de fiesta degustando los néctares, a veces pedestres, de Baco. Como en otras ocasiones, tuve que esperar un poco a que bajara mi compañero. No era plan de subir con la maleta a un piso sin ascensor.

Llegamos bien de tiempo a la estación de trenes, descubriendo que el horario que constaba en la página web de RENFE no era el verdadero. El tren llegó bastante puntual y en seguida emprendimos el viaje a Madrid, nuestro primer destino. Como era de esperar, pronto me vi entre los brazos de Morfeo. Mi compañero no fue menos.

Me desperté varias veces, pero en seguida volvía quedarme dormido. La última vez miré mi reloj y decidí quedarme despierto al ser cerca de la hora en la que teníamos que llegar a Chamartín. Mi amigo continuaba durmiendo. Cuando se cumplió la hora le llamé. Sin embargo, el paisaje no anunciaba la llegada a la ciudad. Unos momentos después comprendimos que llegábamos con retraso. La cosa empezó a ponerse preocupante cuando el tren acumuló veinte minutos. En cuarenta minutos teníamos que coger el tren que nos llevara a Valencia. De pronto, el tren se detuvo en medio de la nada… en total más de treinta y cinco minutos de retraso.

A toda velocidad descendimos del tren y corrimos hacia la vía donde salía un cercanías que llevaba a Atocha, lugar desde donde partía el otro tren. Mi carrera se vio entorpecida por dos chicas que se atravesaron delante de mí. Este acontecimiento provocó que no pudiéramos llegar a tiempo y sólo pudiéramos contemplar cómo el tren se alejaba de nosotros cual sucede en las películas. Sólo esos segundos y habríamos legado a tiempo.

Pero no nos dimos a la derrota. De nuevo emprendimos la carrera. Unos momentos de duda entre metro o taxi, decantándonos por este último. Salimos a la calle… e increíble, no había ningún taxi. Corriendo por las calles llegamos ante una parada en el cual había uno esperando. De súbito, arrancó y se marchó. Desde luego que aquél no era nuestro día de suerte. Nos acercamos a la parada y tomamos el primero que llegó. Era una auténtica lucha contrarreloj. Ahora era el momento peliculero de encontrarse con un conductor temerario especialista en la velocidad… mas aquél no era de esa clase. Era el típico taxista que daba mala fama al gremio: respetuoso con las normas y señales de tráfico.

Al fin llegamos a Atoche, no sin el sobresalto de casi chocarnos contra un automóvil que invadió de pronto nuestro carril. El día no fue, pues, tan nefasto en ese aspecto, la salud al menos quedó intacta.

Como era de esperar, llegamos tarde. No hubo el milagro de que el tren saliera con retraso como otras tantas veces es usual. Acudimos a la oficina a reclamar por el retraso, pero como de tren a tren no había hora y media de diferencia, ellos no se hacían responsables y nos tocaba pagar un suplemento. A continuación nos mandaron a la ventanilla. Y no pudimos menos que asustarnos al ver las enormes colas que allí existían. Para colmo, hacía un calor asfixiante, que alguna extranjera no notaba al levar su abrigo bien abrochado. Como parece ser costumbre en Atocha, las máquinas expendedoras de billetes no funcionaban, estaban declaradas en huelgas, es más, algunas incluso en rebeldía.

Esperando el turno en una de esas colas, se me ocurrió hacer una foto a mi amigo y a mí. De pronto se me acercó una guardia jurado y me indicó que estaba prohibido hacer fotos. Como no era de las colas no dijo nada más. Busqué después un cartel con dicha prohibición no existía.

Al fin llegó nuestro turno, ya medio deshidratados. Pedimos pasaje para el siguiente tren. Completo. Tuvimos que elegir el siguiente y los billetes nos fueron entregados previo pago de cuatro euros por barba por haber perdido el tren anterior. Salimos de la oficina para poder respirar un poco. Y en los bancos de la estación nos sentamos. Teníamos unas cuantas horas por delante antes de que partiéramos rumbo a Valencia.

(Continuará)

lunes, 19 de noviembre de 2007

VIAJE A VALENCIA (PROLEGÓMENOS)

En el calendario del mundo de la Filología Clásica, el mes de octubre se encontraba marcado en rojo por ser la celebración del Congreso Nacional de Estudios Clásicos que la Sociedad Española de Estudios Clásicos organiza cada cuatro años y donde hay la oportunidad de encontrarse con investigadores y amantes del mundo de la Filología Clásica. Y dado que somos un colectivo en cierta manera minoritario, una oportunidad de ver un número elevado de personas con intereses muy parecidos a los tuyos.

Otro argumento interesante para la asistencia a dicho congreso era la oportunidad de presentar una comunicación con la posibilidad de que ésta aparezca en las actas del congreso si es elegida por la comisión científica. Una comunicación, la única manera en la que un joven investigador puede hacer una aportación en un congreso y darse un poco a conocer. No había más que buscar un tema. Y para no dispersarse lo mejor era tratar algún aspecto relacionado con la tesis.

Dicho y hecho. El verano transcurrió entre libros, papeles y notas con análisis particulares sobre métrica. Mientras, algunos disfrutaban de vacaciones en alguna playa o montaña, yo permanecía al pie del cañón. Por suerte, el trabajo tuvo su recompensa y el trabajo fue terminado una semana antes del congreso. Sólo quedaban revisiones a la búsqueda de posibles erratas y de los cambios inoportunos de palabras que de vez en cuando el ordenador realiza por su cuenta.

Un siguiente paso fue la de localizar un alojamiento. Las complicaciones surgieron cuando se consultaron los precios. Demasiado altos para un bolsillo reducido y más cuando la idea era la de estar los cinco días que duraba el congreso. Las pocas ofertas eran de hoteles que se encontraban fuera del perímetro urbano. Por suerte, no nos dejamos influir por los cantos de sirena, pues al conocer después su situación exacta, la lejanía era mayor de lo pensado y hubiera sido necesario un automóvil para trasladarse. No quedó otra opción que buscar en hostales y albergues. En los comentarios dejados por los clientes era llamativo que al mismo establecimiento se le calificara de muy bien o muy mal, otros sólo recibían elogios y alguno sólo críticas. Por completo desechamos los que tenía sólo informes negativos. Entre diversas opciones al final elegimos una, de la que más hablaré en los capítulos siguientes.

Ya sólo nos quedaba la cuestión del viaje. Tren o autocar eran las dos posibilidades, ya que el precio de un viaje en avión era prohibitivo. La sorpresa vino cuando los conductores de la empresa Auto-res convocaron una huelga que provocó la reducción, entre otros trayectos, del de Madrid-Valencia, sólo había servicios mínimos. Ante tal expectativa, con posibilidad de quedarte en tierra si no se cumplían los servicios mínimos, sólo nos quedó la opción del tren, aunque la vuelta la dejamos abierta para tener más posibilidades y ver si el conflicto se resolvía antes. Y para cuadrar horarios y llegar a una hora digna, coger uno que salía el domingo a las 8.45 de la mañana. No quedaba más remedio que madrugar o en mi caso de no dormir, debido a que el sábado tenía una cena con unos amigos y que se alargaría bastante.

Con estos prolegómenos comenzaba un viaje bastante curioso y, ahora en la lejanía del tiempo, bastante divertido.

(Continuará)

lunes, 5 de noviembre de 2007

UNA AVENTURA EN EL SUPERMERCADO

Hoy –como otros muchos días- te has levantado con prisas. Casi te sucede una desgracia cuando al irte a levantar de la cama tus pies se han enredado en las sábanas. En la lucha te enredas más hasta que gritas por calmarte, momento en el que te libras de tus ataduras. No has tenido buen despertar y eso te hace estar de mal humor.

Poco a poco éste va remitiendo cual tormenta veraniega y el día, de un gris oscuro, se va tornando más claro. Incluso sonríes cuando escuchas algo gracioso en la radio. Desde luego que el día se va aclarando.

Hoy tienes un poco de prisa y estás dispuesto para marcharte a la facultad, cuando tu madre te detiene. La nevera está casi vacía y es necesario reponer. Y como eres el único hijo, el sorteo te da siempre como ganador. Al punto te es dictada na lista interminable o así te lo parece. Y como no quieres emular los trabajos de Heracles (Hércules para otros) recurres al carro de la compra, no tienes ganas de aparentar ser un superhombre.

Llegas justo en el momento en que una dependienta abre la verja. Hay unas pocas personas esperando, pero de su interior surge un instinto salvaje y pugnan a base de codazos por entrar en primer lugar. Accedes cuando los contendientes se dispersan por los diferentes pasillos. Despliegas tu rollo de papiro mientras conducen el carro del supermercado. Pronto te percatas de que tiende a marcharse hacía la izquierda y apenas puedes manejarlo. Menudo ojo has tenido en tu elección. Arrojas los productos en su interior tan pronto como los localizas en los estantes sin reparar en los precios, pues no quieres hacerte mala sangre con lo que han subido y que la vida está más cara y los sueldos más bajos con cada subida de impuestos. Llegas a la pescadería, por suerte sólo hay una persona, una mujer de cincuenta años, así que no tardarás mucho en ser servido. Craso error. La buena mujer comienza a pasearse a lo largo del mostrador ante la mirada expectante de la pescadera.

- No sé qué llevar.

- Hoy está en oferta la pescadilla a 6,95 el kilo – le informa la pobre pescadera en un intento de que la buena mujer se decida por algo.

- ¿Y la merluza a cómo está?

- A 12,95.

- Muchas diferencia.

Un momento de silencio. Van llegando nuevos clientes. La pescadera mira con horror la cola que se está formando. Pero como es paciente, sonríe y espera.

- ¿A cómo está la merluza?

- 12,95.

- ¿Y la pescadilla?

- 6,95.

- No sé. ¿Están frescas? Es que no lo parece.

- Fresquísimas, nos las traen directamente de Galicia –se apura a responder. Y a fe de que estaban frescas.

-Pues no sé… Perdona, ¿pero a cuánto estaba la merluza?

-12,95 –ya se denota un poco de cabreo en su voz.

-Pues si antes me has dicho que estaba a 6,95.

-Eso era la pescadilla.

En esos momentos todos tenemos ganas de estrangular a la buena señora y librare de la pesadilla a la pobre pescadera que a este paso pronto se iba a convertir en santa. Al fin se decide por llevar una pescadilla que quiere limpia y en filetes. Y como era de esperar, mientras la pescadera ejecuta las acciones pertinentes, la clienta la atosiga. Y al fin la pescadera le hace entrega de la bolsa con pescado.

-Bueno, espero que esté fresca, porque no sé, la veía rara –apostilla a modo de despedida, dejando a la pescadera con ganas de asesinarla.

Yo apenas tardo y ello se comprueba en los rostros de alivio de los que esperan su turno. Y continúo mi camino hasta la frutería. Justo en ese momento se va el último cliente, no puedo creer en la fortuna que he tenido. El frutero e seguida me atiende. De pronto aparece un señor mayor, un jubilado, que otea la mercancía.

-Ponme un kilo de plátanos –de repente suelta el señor mientras me atiende el frutero, quien hace caso omiso. De nuevo vuelve el señor al ataque pidiendo otras cosas más.

-Un momento, que tengo que atender y luego ya estoy con usted.

-Es que estoy en la pescadería y tengo prisa –espeta.

-Muy bien; pero primero tendré que atender a quien lo estaba haciendo.

El señor regresa a la pescadería entre murmullos y despotriques. El frutero, por su parte, hace caso omiso y continúa atendiéndome.

Tienes la tentación y miras el reloj. Te agobias al percatarte que es más tarde de lo que pensabas. Raudo recorres los pasillos y arrojas al carrito todo lo restante de la lista. A fin llegas a la caja. La cola sólo cuenta con tres personas. El primero desaparece en un santiamén. El segundo no lleva mucho, pero al pagar con tarjeta, n le admiten la operación por más intentos de la cajera. Saca otra de su billetera y ésta sí acepta la operación. Delante de mí está una señora que se queda quieta al principio de la caja mientras la compra se le acumula, sin dejarme ir depositando mis artículos sobre el mostrador. De pronto, hace acto de aparición una señora mayor, sesenta años arriba, con una cesta e intenta colarse. Al no poder hacerlo, me pide que la deje pasar porque lleva mucha prisa. Acuciado por el tiempo, no se lo permito y recibo por contestación despotriques. Por su parte, la señora de delante ha ocupado toda la caja con su bolso, con la compra y quedándose en medio. No puedo hacer nada y la cajera ve cómo la cola aumenta y la señora se toma todo el tiempo del mundo. Al fin quita su bolso y coloco mi compra sobre la caja. La señora sigue ocupando todo con su compra por lo que según va pasando la cajera los artículos por la máquina, yo lo echo en el carrito.

-A ver si se va a llevar algo que de lo mío –me dice la señora cuando quiere coger uno de mis productos y yo lo rescato antes.

-Yo sólo me llevo lo mío, no lo de otros –contesto.

Pago y recojo mi carro de compra donde acomodo todo. Compro el pan en la panadería adyacente y me marcho.

Pero la vuelta no es tranquila. Al cruzar la calzada la rueda derecha de mi carro se encuentra con un bache, se ladea y a punto está de volcarse, llevándome al suelo. Y para colmo, el ascensor se ha estropeado y toca subir con la compra por las escaleras.

Al final llegas a tu piso, cansado, con la lengua fuera y encima se te ha hecho tarde y te va a tocar correr.

Si es que cuando el día empieza mal…

lunes, 8 de octubre de 2007

SOBRE SISTEMAS EDUCATIVOS.

Hoy me decidido a tocar un tema que no deja de interesar a todo filólogo y licenciado como es la educación, una de las salidas viables para un pobre loco que ha tenido la ilusión de estudiar una carrera de letras, un abocado a las filas del paro según la opinión de algunos. Y es que, para algunos, si no estudias una carrera de las que se encuadra dentro de la clasificación de las ciencias, eres un inútil, casi u parásito. Allá ellos y su mermada inteligencia. Lo único que es cierto es que tanto letras como ciencias son necesarias para que el ser humano avance, no olvidando su pasado.

Centrándome en el asunto, en este país la educación parece un pitorreo. Tan pronto como un gobierno accede al poder, quiere reformar el plan educativo porque ellos van a conseguir lo que sus predecesores no habían conseguido: el mejor sistema educativo que no provoque el fracaso escolar.

Yo me he formado bajo las siglas EGB, BUP y COU, y a pesar de sus déficits, era un sistema mejor que el que actualmente tenemos, Aún recuerdo cuando el PSOE y al frente de él Felipe González, presidente apoltronado por demasiado tiempo –milagroso cómo se conservaba su chaqueta de ante que sólo utilizaba en la campaña electoral, o quizás tuviera varias del mismo modelo-, anunció a bombo y platillo las excelencias del nuevo sistema educativo denominado como LOGSE. Nadie sabía cómo era aquello, sólo que iba a suponer un hito en la enseñanza. ¡Y desde luego que lo ha sido! Para poder llevar a cabo este nuevo proyecto, se formaron a los profesores durante un tiempo. Lo que más recuerdo era cómo los profesores se echaban las manos a la cabeza con tal desatino.

Según avanzaban mis primos, comprobé que el nivel de conocimientos descendía con respecto a lo que yo había estudiado. Y proporcionalmente los libros de texto reducían su tamaño aumentaba su precio.

Pero el mayor contacto con alumnos lo tuve durante las prácticas del Curso de Aptitud Pedagógica y con unas clases particulares que me salieron. Ahí pude darme cuenta de los pocos conocimientos que provocaban falta de comprensión. Y conversando con los alumnos de bachillerato, pude conocer su poca ilusión por los estudios porque no sentían motivación, principalmente a causa del aburrimiento.

Numerosas reformas –o casi había que decir simulacros- que en lugar de mejorar la situación la han ido empeorando. Y es que hay una manía obsesiva por poner parches en lugar de actuar como es necesario: borrón y cuenta nueva. Y más desbarajuste cuando la ley de Calidad propuesta por el PP ni siquiera se puso en funcionamiento, a pesar de contener planteamientos interesantes, pero con déficits por esa obsesión del parcheado ya citada. Estos continuos desvaríos han dado lugar a que cosas que se estudiaban con catorce años, incluso menos, se estudian ahora con dieciocho años. Y curiosamente, en un sistema donde de pregona que lo que importa no es el contenido, sino enseñar a aprender, nos encontramos con una gran mayoría de alumnos que no son capaces de razonar con lógica. Lo peor es que aún no entiendo cómo hay gente que hoy avale un sistema educativo que ha aumentado el fracaso escolar y que ha convertido el acudir a clase un suplicio de aburrimiento. A ver si alguien, se atreve a coger el toro por los cuernos y arregla el desaguisado.

En otros aspectos tenemos como referente siempre a Europa, sin embargo, con el nuevo sistema europeo que se va a implantar en la educación universitaria, puede suceder lo mismo que con la ESO –curiosas siglas que definen muy bien este sistema-. De nuevo nos encontramos un planteamiento, o por lo menos el enfoque español, en que el contenido no importa, sino que hay que enseñar a investigar. Una idea interesante la de enseñar a investigar porque es una tarea ardua, pero no lo es menos un contenido que nos sitúe en un punto de partida a partir del cual podamos avanzar y revisar lo heredado, pues de lo contrario sería el fin. Permítaseme hacer un breve inciso para recomendar el libro El clan del oso cavernario de Jean M. Auel, orientado en perspectiva semejante y que me ha resultado muy interesante. El conocimiento del ser humano es progresivo y para avanzar más no hay que volver siempre al mismo punto de partida, sino convertir el punto culmen de la generación precedente en nuestro punto de partida.

Y como ejemplo de la locura que se adueña de quienes plantean los sistemas educativos, se ha creado los postgrados; también conocidos como máster, en uno de los cuales he servido como conejillo de Indias antes de haber creado el grado. Pero lo patético fue cuando la Ministra de Educación intentó explicar qué eran y para qué servían y dio tres versiones distintas y contradictorias. Aún hay dudas de cuánto contarán en el currículo del alumno, pero parece que al fin este sistema va a ser el heredero del doctorado antiguo. Esperemos que no cambien de opinión.

Ante el panorama que se nos presenta, amigo lector, sólo me queda decir: ¡Qué Dios nos pille confesados!

jueves, 27 de septiembre de 2007

UN DÍA CUALQUIERA EN LA VIDA DE UN DOCTORANDO (II)

Mas ya la mañana se ha ido y es hora de marchar a casa para comer. No puedes hacer nada y menos cuando tu estómago toma ejemplo y se rebela emitiendo fuertes quejas. Resignado recoges y apagas el ordenador. Pero, ¡maldita sea!, hoy no se quiere apagar por propia iniciativa. Ante esta situación recurres al método drástico: desenchufarlo.

Con paso acelerado huyes de allí no sea que el infierno de este día se vuelva aún más cruel. En el camino piensas el plan que vas a seguir por la tarde. Todos los semáforos te van impidiendo el paso hasta que al fin por unos breves instantes el color verde anuncia su beneplácito; pero de nuevo maldices cuando a mitad del cruce cambia de opinión y la luz parpadea. Jurarías que tiempo atrás duraba más. Por fortuna tú estás a salvo, sin embargo un viejecito con bastón camina entre los coches. Y algún conductor vuelca sus frustraciones en el claxon de su automóvil.

La Tesis.”

Intentas agarrate a la realidad, pero el sopor es más fuerte que tú. Cierras los ojos. Sólo un momento, un breve descanso, piensas antes de ser vencido. El sueño es pesado y realidad y sueño se confunden. Al final despiertas, aunque los ojos te cuesta abrirlos. Tras un esfuerzo titánico los abres. Piensas que ha pasado poco tiempo, mas horror. La tarde ya casi se ha pasado. ¿Cómo ha podido suceder?

La Tesis.”

Estás desconcertado e intentas establecer un nuevo plan, pero tus nervios impiden que te centres. Lo intentas una y otra vez, sin conseguirlo. Y por desgracia, maldita sea, ahora te empieza a dolor la cabeza. No piensas con claridad. Aparece tu madre, irrumpe en la habitación. Tragedia: se le ha olvidado no sé qué cosa y lo necesita para la cena. No te queda más remedio que bajar al supermercado. Vas a tardar cinco minutos, no más.

Entras con celeridad en el supermercado. Nadie en la caja para pagar, mas en los pasillos hay bastante gente. Coges los productos como si fueras un rayo y acudes a la caja. No lo esperas y te encuentras con una larga cola. Todos han terminado su elección de productos al mismo tiempo.

La Tesis.”

Ante aquella larga cola que apenas avanza no puede más que maldecir a todos aquellos que dejan sus compras para el último momento. Y para colmo una señora se entretiene dando la paliza a la pobre cajera que intenta todo lo posible para que la bendita señora deje que la cola avance. Cuando te toca el turno casi ni te lo crees. Pagas y marchas corriendo.

Llegas a casa y para tu horror los cinco minutos se han convertido en tres cuartos de hora. No te puede estar pasando esto. En tu habitación te preparas; sacas un libro y de pronto las notas se te caen y se te desparraman por el suelo desordenándose. Tienes un nuevo cometido.

Al fin lo has ordenado y sonríes triunfante hasta que a la voz “la cena”, te muda el rostro. De nuevo el tiempo ha volado.

La Tesis.”

Te repites una y otra vez mientras cenas. De nuevo te duele la cabeza. Quieres leer un libro, pero los ojos te escuecen, te lloran. Te resulta imposible. No tienes la costumbre de trabajar de noche y tu cuerpo se rebela. Y a pesar de la siesta de por la tarde sientes suelo. Seguro que era tan pesado que no has descansado bien. Para despejarte, vas a ver la televisión, mas durante los anuncios sin fin los ojos se te cierran, los abres, se te cierran, los abres, se te cierran... y al fin caes dormido.

Tu madre te llama mientras te da unos toques. Es tarde y no tienes ganas de nada más que de echarte en la cama. Medio zombie caminas por la casa hasta el servicio y luego a tu habitación. Despejas la cama y te introduces en ella. Buscas la mejor posición, la que te sea más cómoda. Sin quererlo te viene a la mente lo que has hecho durante el día. No puedes menos que tener un gusto amargo. Pero mañana sí; mañana será el día y nadie te lo va a impedir. Hoy ya no puedes hacer nada, pero mañana sí y quizás recuperes el tiempo perdido. Pero lo que se ha ido es difícil recuperarlo. Mañana será el día.

La Tesis, la Tesis, la Tesis, la Tesis...”